-Vamos, niño, no me quiero perder el sermón
Chichí Fina me tomaba de una mano y llevaba consigo a la iglesia de la Mejorada.
Yo era un Beau Brumell infantil. No salía a la calle sin tener limpísima mi ropa, lustrados mis zapatos, bien peinados mis cabellos castaños y con algo de talco dispuesto tras las orejas.
Aquel no era un día cualquiera. 8 de diciembre era la fiesta la Purísima Concepción de María.
A las 7 de la mañana, aún estaban prendidos los faroles de las casas de doña Adolfina Valencia, el Sr. Vega Ibarra y las hermanas Milán. Toda la noche habían sido recordatorios de la Luz que engendró otra Luz más grande.
La iglesia – gracias a los fieles vecinos – lucía radiante de flores azules y blancas. En grandes jarrones por la vía de ingreso y el presbiterio.
Llegábamos a tiempo. El sacristán Felipe estaba en los afanes de dar el remate con la vieja, fiel campana de 1782.
Chichi Fina ocupaba, adelante, uno de los reclinatorios grandes. A su lado, como tortolita, el nieto de seis años, un poco chimuelo y con los ojos enormes del niño asombrado como aquel rapaz de la letrilla de don Luis de Góngora:
Hermana Marica,
Mañana, que es fiesta,
No irás tú a la amiga
Ni yo iré a la escuela.
Iremos a misa,
Veremos la iglesia,
Darános un cuarto
Mi tía la ollera.
La misa – dentro del antiguo rito – tenía algo de misterio con el oficiante de espaldas ejerciendo la milenaria liturgia. El padre Audomaro Molina Castilla, serio en público y un mazapán de simpatía en lo privado, salía revestido de azul y blanco.
El sermón me llenaba de emoción mariana. Tenía aquel sacerdote, con su voz algo aguda, la facultad de ofrecernos, como un brebaje, la idea de la Santísima Virgen como hija, esposa y madre.
Madre de todos. Refugio de pecadores, arca de la alianza, torre de marfil. El orador variaba matices, envolvía el recinto con sus imágenes y figuras del evangelio. Hasta las arterias de la pequeña cúpula se alzaba aquel mensaje de serena conformidad.
En mi alma infantil brotaba algo semejante al amor, a la gratitud de quien descubre su sitio en el mundo. Ensimismado, el nieto de doña Fina se veía arrodillado frente a la Madre de Dios y fluían las palabras de honor aprendidas a tiempo:
Oh, celestial princesa
Yo te ofrezco en este día
Alma, vida y corazón.
Acéptalos madre mía