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PAN DE POMUCH

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Hará quince días, de regreso de Campeche después de engullir pan de cazón, la camioneta de una buena amiga – que gentilmente me llevaba consigo -entró en el poblado de Pomuch con el propósito de comprar el famosísimo pan que ahí se elabora desde hace dos centurias más o menos.

Detenido ante aquellas tiendas expendedoras del producto, retrocedí mentalmente hasta el cofre donde almaceno los recuerdos. Llegué así hasta el verano de 1961 cuando me sucedió lo que relato de inmediato.

Por primera vez en mi corta vida – catorce años, seis meses – regresaba a Mérida solito mi alma desde la metrópoli en camión de ADO.

San Humberto, mi padre, me había colocado en el asiento en la estación de Buenavista, me dio su bendición asturiana y una sola recomendación:

-Cuando te bajes a comer o cagar estarás pendiente, no sea que te deje el camión y qué vas a hacer entonces…Nos vemos.

Era uno de aquellos viajes que duraban 26 horas y durante los cuales, al llegar a la zona de ríos tropicales, había que pasar las corrientes sobre las llamadas pangas o barcazas anchas que parecían enormes tortugas.

Sobreviví a todas ellas, a los chaquistes gigantes de Tabasco, a la apestosa diarrea de varios niños que venían en el camión y al chismorreo de mi compañera de asiento, una tizimileña que tenía en el cuello más oro que el salido de las minas de Potosí en cuatro siglos.

Mi prueba mortal me aguardaba en un pueblo de Campeche llamado Pomuch. Ahí el camión paró quince minutos. Recordé que mi madre lo mencionaba siempre y decidí comprar uno para llevar y otro para tragar enseguida.

Nadie me advirtió que ese pan es el más seco de cuantos se elaboran en nuestro país y en los circunvecinos. Está pensado para remojar en una taza generosa de chocolate o café con leche.

Nada más introducir una porción del Pomuch en mi boca y la masa absorbió de inmediato toda la saliva. Senti mi gaznate como lija. Comencé a asfixiarme. Los ojos salían de sus cuencas, desde la garganta emitía un sonido como de fuelle medieval. Horrorizado, me levanté del asiento en busca de aire y un vaso de agua.

La Virgen del Carmen vino en mi ayuda en forma de una señora gorda de Progreso. Al verme en agonía, abrió un termo y me permitió beber, como dromedario, medio litro de te de naranja. Después, ella y sus sobrinas me abanicaron como quince minutos hasta que volví en mi color.

Aquella experiencia me dejo secuela. Desde entonces, ustedes me perdonarán, no me siento a comer lo que fuese sin un vaso refresquero lleno de agua ya listo por si acaso.

Nunca volví a probar el pan de Pomuch. Pan de la Mayuquita, ese si.

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