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VIERNES DE VEJENTUD. TELE COMPARTIDA

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Por Pedro Rivas Gutiérrez

—¡Quita allá! ¿No estás viendo que estás en el paso? Pareces vaca en carretera, no sea que te majen. Una tratando de dejar todo listo para ir a gustar la tele con la comadre, y el animal pastando. ¡Aviolenta ninio! Pon tu camisa que te acabo de planchar, no te vas a presentar todo desarrapado.

Eran los tiempos en que acababa de llegar la televisión a mi ciudad. En pocas casas había aparatos para ver la tele, particularmente en los barrios. La señal llegaba solo en las tardes, a partir de las cuatro, aunque los programas más populares pasaban entre las seis de la tarde y las nueve de la noche.

Había que llegar a tiempo y pagar la cuota. Diez centavos si te sentabas en el suelo o llevabas tu asiento y veinte centavos con derecho a silla. Eso ayudaba a pagar la letra del televisor.
Algunos programas eran tan demandados, que llegaba el momento de cerrar las puertas y cancelar la admisión.

—¡Que se sienten los de adelante, la carne de burro no es transparente!
—¡Que se callen, no dejan oír!
—Seño, ¿hay sidras?

—¡Eh! ¿Qué te pasa? Si quieres sidra anda al cine.
Eso sí, en algunas casas había pequeños emprendedores que hacían limonada y la vendían a cinco centavos el vasito.

—Gracias comadrita, estuvo chévere el programa de hoy.
—¡Mare, sí! Por poco matan a Robin, pero lo salvaron por Batman.

La mayoría de los programas ofrecían una historia nueva en cada episodio. Nada de andar sufriendo con la duda sobre lo que va a pasar con el héroe o la heroína en el próximo capítulo, como en las telenovelas o en las series de ahora (que son más o menos la misma gata, pero revolcada). En no más de media hora sabías quiénes ganaron o perdieron, quién fue el asesino o quiénes se casaron y fueron felices para siempre. La siguiente semana, los mismos protagonistas enfrentarían un nuevo reto y lo superarían en el mismo programa. Todos a dormir tranquilos.

En el camino de regreso, algunos se detenían a comentar las aventuras del día con los vecinos que, a las puertas de sus respectivas casas, tomaban el fresco, sana costumbre hoy casi olvidada. Eran como cronistas ambulantes que condimentaban los relatos con sus propias impresiones, de manera que parecía que todos hubieran visto el programa, aunque en diferentes versiones.

Así era la cosa en aquellos tiempos. Hoy se comparten contraseñas de plataformas electrónicas que ofrecen más series o películas de las que el vecindario pueda ver en tres generaciones. Y ninguna cuesta veinte centavos.

PFRG

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