VIERNES DE VEJENTUD
(De mi libro “Viernes de Vejentud”)
Pedro F. Rivas Gutiérrez
Eso de estar gordo tiene sus complicaciones. Una de ellas es que puede generar el síndrome de la vista cansada. ¿No me creen? Lean esta historia. (Me la contó el primo de un amigo).
“En una de mis mejores épocas de expansión la prominencia abdominal llegó a tal grado, que estando de pie y con solo bajar la cabeza, ¡ya no podía verlos!.
Obviamente me alarmé, la verdad es que me han sido muy útiles y no poder verlos es una gran pena. Bueno, sí podía verlos un poco, pero para eso tenía que separar bastante los pies.
Empecé a intentar otras fórmulas, como por ejemplo inclinarme, pero por cosas del equilibrio tenía que apoyar las manos en la pared y por cuestiones de la física la inclinación me obligaba a retirar los pies hacia atrás lo que no solo hacía más difícil verlos, sino que me llevaba a una posición que, por parecerme poco varonil, abandonaba de inmediato. Ahí empezó lo de la vista cansada, porque las miradas de reojo cansan.
Al principio no era tan preocupante ya que por lo menos podía rascármelos, lo que es un verdadero deleite sobre todo si se puede disponer de una hamaca, pues no hay rascadera más placentera que la que se hace en la hamaca.
Pero cuando no había una hamaca a mano, la cosa se complicaba. No sé si han notado que conforme crece la panza como que se acortan los brazos, hasta que llega un momento en que hay que adoptar posturas extravagantes para lograr que las manos alcancen ciertos lugares.
Por ejemplo, ponerse los calcetines se vuelve casi un problema de yoga o de ingeniería aeroespacial.
Ya no digamos ver bien lo que uno está haciendo mientras adopta posturas que parecen llaves de lucha libre. Si uno quiere ver lo que está haciendo, además de torcer las piernas y los brazos tratando de que coincidan los pies con las manos, tiene que torcer también la cabeza y forzar los ojos casi hasta salirse de las órbitas para adoptar el ángulo correcto de la mirada. ¿No cansa la vista eso?
Mi único consuelo era que aprovechaba lo de los calcetines para darles unas rascadas fugaces pero gozosas, que mitigaban mi pena.
Le conté lo de la vista cansada a un oftalmólogo quien, con un extraordinario ojo clínico, me dijo que mi problema no era de visión sino de nutrición.
Así que recurrí a una nutrióloga… muy buena ella… según las constancias, certificados y diplomas que adornaban las paredes de su consultorio.
Con una paciencia infinita me fue conduciendo paso a paso, con la promesa de que mi vista descansaría (y el resto de mi humanidad también).
Mientras duraba el tratamiento me prohibió que siguiera intentando verlos y me ofreció que si cumplía debidamente sus instrucciones, ella decidiría el momento en que podría hacerlo y se comprometió a estar presente y dar testimonio de tan anhelado triunfo, lo que para mí fue un estímulo adicional.
No les voy a cansar con el relato de las peripecias de los cuatro meses de come esto, no comas aquello, las verduras son vida, prohibidas las botanas, no más de una cerveza a la semana, de cuba libre ni hablamos, y otras lindezas por el estilo. Básteles con saber que funcionó.
Llegó el momento feliz en que mi hacendosa guía me anunció que para la siguiente consulta procederíamos a la gran prueba, es decir, que al fin podría verlos estando de pie y con solo bajar la cabeza, pero me advirtió que no hiciera trampa ya que conforme a su promesa, el tan esperado evento tendría que darse en su presencia.
Como podrán imaginar, llegué a la dichosa consulta con suficiente anticipación, recién bañado y acelerado como niño de primaria en recreo.
Me hizo pasar a su privado, prohibió a la secretaria cualquier interrupción y luego ella misma se ocupó de quitarme las prendas que impedían la vista directa de las partes objeto de la diligencia, con tanta delicadeza que me sonrojé. Seguidamente me puso de pie y me pidió que bajara lentamente la cabeza y la mirada en la dirección correcta.
Y entonces ocurrió el milagro.
Ahí estaban a la vista, sin esfuerzos, sin cansancio, sin grotescas contorsiones. Ahí estaban ellos, en sus respectivos lugares, como ovalados, casi redondos en sus extremos (¿uno más largo que otro o era cuestión de perspectiva?), pero al fin ellos, los mismos de siempre, mis compañeros de mil andanzas, los que con su callada labor me han permitido mantener erguida la figura en momentos importantes… ¡los dedos gordos de mis pies!”
Me dijo el primo de mi amigo que de la pura emoción lloró y rio, todavía sonrojado, como me imagino que les estará pasando a ustedes, seguramente por solidaridad.
PFRG